Tokio blues – HARUKI MURAKAMI

HARUKI MURAKAMI
«Tokio blues»

(recuerdos de un joven en el Tokio de finales de los sesenta)

A finales de mes Tropa-de-Asalto me regaló una luciérnaga. La había metido en un bote de café instantáneo. Dentro había unas briznas de hierba y un poco de agua; en la tapa se abrían unos pequeños agujeros para la ventilación. A la luz del día, parecía un vulgar insecto como los que se ven en las orillas de las charcas, pero Tropa-de-Asalto me aseguró que era una luciérnaga. «Sé mucho de luciérnagas», me dijo. Y yo no tenía razones ni pruebas para negarlo. Así que quedó en que se trataba de una luciérnaga. El bicho tenía una cara más bien somnolienta. Intentaba trepar por las resbaladizas paredes de cristal cayendo invariablemente en el fondo.

– Estaba en el jardín.
– ¿En éste? – le pregunté sorprendido.
– Sí. En el ho-hotel que hay aquí cerca, en ve-verano sueltan luciérnagas en el jardín para los clientes. Y ésta ha venido a parar aquí – explicó mientras introducía algo de ropa y unos cuadernos en su bolsa de viaje color negro.

Hacia ya varias semanas que habían empezado las vacaciones de verano y en la residencia sólo quedábamos él y yo. A mí no me apetecía volver a Kobe y seguí trabajando; él había hecho unas prácticas. Pero ahora que éstas habían terminado, se disponía a volver a su casa. A Yamanashi.

– Se la pue-puedes regalar a una chica. Se-seguro que le gustará – me dijo.
– Gracias.

Al caer la noche, la residencia estaba tan silenciosa que hacía pensar en unas ruinas. La bandera había sido arriada de su mástil, las ventanas del comedor estaban iluminadas. Al quedar pocos estudiantes, encendían la mitad de las luces. El ala derecha permanecía oscura. Con todo, un ligero olor a comida subía desde el comedor. Un olor a estofado.

Tomé el bote con la luciérnaga y fui a la azotea. Estaba desierta. Una camisa blanca tendida en una cuerda, que alguien había olvidado recoger, se mecía con la brisa nocturna como si fuera la piel de un animal. Trepé por la escalera metálica hasta lo alto de la torre del agua. El tanque cilíndrico aún estaba caliente tras haber absorbido durante todo el día el calor de los rayos del sol. Me senté en aquel espacio reducido y me apoyé en la barandilla. Una luna blanca casi llena flotaba en el aire. A mi derecha se veían las luces de Shinjuku; a mi izquierda, las de Ikebukuro. Los faros de los coches formaban un río de luz que discurría entre las calles. Un zumbido sordo, mezcla de varios sonidos, flotaba en una nube sobre la ciudad.

Dentro del bote, la luciérnaga brillaba con luz mortecina. La luz era demasiado débil; el tono, demasiado pálido. Hacía mucho tiempo que no había visto una luciérnaga, pero creía recordar que éstas despedían una luz mucho más nítida y brillante en la oscuridad de las noches de verano. Tenía grabada en mi memoria la imagen de un bicho que desprendía una luz llameante.

Quizás aquella estuviese débil, medio muerta. Agarré el bote y lo sacudí con cuidado varias veces. La luciérnaga se golpeó contra la pared del cristal y levantó el vuelo. Pero su luz continuó siendo tan mortecina como antes.

Intenté recordar cuando había visto una luciérnaga por última vez. ¿Dónde había sido? Logré recordar la escena. Pero no el lugar ni el momento. En la oscuridad de la noche se oía el ruido del agua. Había una esclusa de ladrillo, de modelo antiguo, que se abría y cerraba al girar una manivela. El río no era una corriente tan pequeña como para que las hieras de las orillas pudieran ocultar casi por completo la superficie del agua. Los alrededores estaban sumidos en la penumbra. Una oscuridad tan profunda que, tras apagar la linterna de bolsillo, no me veía los pies siquiera. Y sobre el estanque de la esclusa volaban cientos de luciérnagas. Los destellos de luz se reflejaban en la superficie del agua como chispas ardientes. Cerré los ojos y me sumergí un momento en el recuerdo. Oía el viento con una claridad meridiana. Aunque no soplaba con fuerza, en mi cuerpo dejaba a su paso un rastro extrañamente brillante. Abrí los ojos y comprobé que esa noche de verano era, si cabe, más oscura.

Destapé el bote, saqué la luciérnaga y la deposité en un reborde que sobresalía unos tres centímetros del depósito. La luciérnaga se sostenía a duras penas en su nuevo hábitat. Dio una vuelta alrededor del perno tambaleándose y se subió a unos desconchones de la pintura que parecían costras. De pronto avanzó hacia la derecha, se dio cuenta de que aquello era un callejón sin salida y viró de nuevo hacia la izquierda. Después se encaramó muy despacio a la cabeza del perno y se acurrucó. Permaneció inmóvil, como si hubieses exhalado el último suspiro.

Yo la observaba apoyado en la barandilla. Durante mucho rato, ni la luciérnaga ni yo hicimos el menor movimiento. El viento soplaba a nuestro alrededor. Las incontables hojas del olmo susurraban en la oscuridad.

Esperé una eternidad.

Fue mucho después cuando la luciérnaga levantó el vuelo. Desplegó las alas como si se le hubiese ocurrido de repente. Un instante más tarde, cruzaba la barandilla y se sumergía en la envolvente oscuridad. Describió, ágil, un arco en torno al depósito, tal vez intentando recuperar el tiempo perdido. Y tras permanecer unos segundos inmóvil, observando cómo la línea de luz se extendía en el viento, voló hacia el sur.

Aún después de que la luciérnaga hubiera desaparecido, el rastro de su luz permaneció largo tiempo en mi interior. Aquella pequeña llama, semejante a un alma que hubiese perdido su destino, siguió errando eternamente en la oscuridad de mis ojos cerrados. Alargué la mano repetidas veces hacia esa oscuridad. Pero no pude tocarla. La tenue luz quedaba más allá de las yemas de mis dedos.