Mi familia y otros animales – Gerald Durell

GERALD DURELL
«Mi familia y otros animales»

(recuerdos de la infancia de Gerald Durrell en la isla de Corfú, Grecia)

A partir de aquella noche solíamos encontrar a los delfines cuando salíamos a bañarnos, y una vez montaron un espectáculo luminoso en nuestro honor, ayudados por uno de los insectos más encantadores que habitaban la isla. Habíamos observado que en los meses más calurosos del año el mar se llenaba de fosforescencia. A la luz de la luna no se notaba tanto: un tenue centelleo verdoso en torno a los remos del bote, un fulgor instantáneo cuando alguien se lanzaba al agua. Pero el mejor momento para la fosforescencia era cuando no había luna. Otro habitante iluminado de los meses de estío era la luciérnaga. Estos esbeltos escarabajos pardos alzaban el vuelo apenas oscurecía, flotando a cientos por los olivares, encendiendo en la cola una luz intermitente verdiblanca, no verdidorada como la del mar. También ellas resultaban más vistosas en ausencia de luna que restase esplendor a sus luces. Y, cosa curiosa, no habríamos presenciado la actuación conjunta de delfines, luciérnagas y fosforescencia si no llega a ser por el traje de baño de Mamá.

Mamá llevaba cierto tiempo envidiando nuestros baños diurnos y nocturnos, pero, según señalaba cada vez que la invitábamos a acompañarnos, era demasiado vieja para esas cosas. Sometida sin embargo a nuestras continuas presiones, al fin hizo una visita al pueblo y regresó a casa portando coquetonamente un paquete misterioso. Al abrirlo nos dejó atónitos en la contemplación de una extraordinaria prenda informe de tela negra, cubierta de arriba debajo de cientos de frunces, pliegues y volantes. (…)

Para celebrar su primera entrada en el mar se decidió hacer una cena a la luz de la luna en la bahía, y mandamos una invitación a Teodoro, único extraño cuya presencia toleraría Mamá en semejante ocasión. Llegado el gran día preparamos comida y vino, limpiamos el bote y lo llenamos de almohadones, y todo estaba listo cuando apareció Teodoro. Al oír que habíamos proyectado una cena a la luz de la luna nos recordó que aquella noche no habría luna. Todo el mundo culpó a los demás por no haber observado ese detalle astronómico, y la discusión se prolongó hasta el anochecer. Al fin, y en vista de que las cosas estaban ya preparadas, se optó por seguir adelante con la excursión; bajamos, pues, tambaleándonos hasta el bote cargados de comida, vino, toallas y cigarrillos, y nos hicimos a la mar. (…)

Desembarcados por fin en la cala, extendimos las toallas sobre la arena, dispusimos la comida, colocamos el batallón de botellas de vino a la orilla para refrescarlas, y llegó el momento supremo. En medio de muchos aplausos, Mamá se quitó la bata y se nos reveló en todo su esplendor (…).

Aquella noche la fosforescencia era especialmente intensa. Bastaba con pasear la mano por el agua para producir una ancha cinta verdidorada a lo largo del mar, y al zambullirse la sensación era la de arrojarse en un helado horno de luz. Cuando salimos, el agua que nos chorreaba emitía un resplandor de fuego. Nos tumbamos a comer en la playa. Al descorchar el vino al final de la cena y como a una señal convenida, una cuantas luciérnagas aparecieron sobre los olivos a nuestra espalda, especie de obertura del espectáculo.

Primero no fueron más que dos o tres puntitos verdes que flotaban blandamente entre los árboles, encendiéndose y apagándose con regularidad. Pero pronto surgieron más y más, hasta iluminar algunas partes del olivar con un extraño resplandor verdoso. Jamás habíamos visto tal cantidad de luciérnagas: enjambres enteros volaban entre los árboles, trepaban por la hierba, los matorrales y los troncos de olivo, pasaban sobre nuestras cabezas y se posaban en las toallas como ascuas verdes. Nubes de luciérnagas salieron al mar revoloteando sobre las olas, y en ese preciso instante aparecieron los delfines nadando en fila india por la bahía, cimbreándose rítmicamente, con los lomos como pintados de fósforo. En el centro de la cala se detuvieron a nadar en círculo, girando y sumergiéndose, saltando a veces en el aire para caer en medio de un estallido de luz. El cuadro de conjunto, con los insectos arriba y los delfines iluminados abajo, era extraordinario. Bajo la superficie se distinguía, incluso, el sendero de luz que dejaban los delfines al bucear zigzagueando por el fondo arenoso, y cuando saltaban en el aire despidiendo gotas de agua esmeralda, no sabíamos ya si lo que veíamos eran luciérnagas o fosforescencia. Una hora duró este festival, pasada la cual las luciérnagas volvieron a tierra y se alejaron bordeando la costa. Entonces los delfines se alinearon y pusieron rumbo al mar abierto, dejando tras de sí un sendero flameante que luego de arder un momento se fue apagando lentamente, como una rama incandescente que atravesara la bahía.