Extraído de:
Maravilla del instinto en los insectos.
Trozos selectos extraídos de los “Souvenirs entomologiques”
Historias inéditas del gusano de la luz y de la oruga de la col.
La traducción del francés ha sido hecha por Felipe Villaverde.
Espasa Calpe, SA.
Madrid, 1940 (original en francés: Souvenirs entomologiques, 1907).
En nuestros climas pocos insectos rivalizan en fama popular con el gusano de luz. Curioso animalito que para celebrar sus menudas alegrías se enciende un faro en la punta del vientre. ¿Quién no lo conoce, por lo menos de nombre? ¿Quién no lo ha visto en las calurosas noches de verano vagar por entre hierbas, semejante a una chispa caída de la luna llena? La antigüedad griega le llamaba Lampyris, que significa portador de linterna en la rabadilla. La ciencia oficial emplea el mismo vocablo: le llama Lampyris noctiluca, Lin. En este caso, la expresión vulgar no vale tanto como el término sabio, tan expresivo y correcto cuando se ha traducido.
Eso de llamarle gusano podría ser causa de enredo, porque el lampiro no es propiamente un gusano, ni aún siquiera considerado en su aspecto general. En efecto, tiene seis patas cortas, que sabe usar perfectamente; en un bicho que anda a pasitos. En el estado adulto, el macho está correctamente vestido de élitros, como verdadero coleóptero que es. La hembra es una desgraciada que no conoce los goces del vuelo; durante toda su vida conserva la forma larvaria, aunque algo semejante a la del macho, que también es incompleto en tanto no ha llegado a la madurez del apareo. Pero aún en tal estado inicial tampoco está bien aplicado el nombre de gusano, Una locución vulgar dice: desnudo como un gusano, para designar la falta de toda envoltura defensiva. Pues bien, el Lampyris está vestido, esto es, vestido de una epidermis de cierta consistencia; además está ricamente pintado de un color pardo castaño en el conjunto del cuerpo y adornado de rosa tierno en el pecho, especialmente en la cara inferior. En fin, cada segmento está decorado en el borde posterior con dos pequeñas escarapelas de color rojo bastante vivo. Semejante vestido excluye toda idea de gusano.
Dejemos tranquila tal denominación, mal aplicada, y preguntémonos de qué se nutre el Lampyris. Un maestro en gastronomía, Brillat-Savarin, decía: “Dime lo que comes y te diré quién eres.” Semejante pregunta es la primera que debería dirigirse a todo insecto cuando se estudian sus costumbres, porque del mayor al menor de la serie animal, el vientre es el soberano del mundo; los datos suministrados por la comida dominan los demás documentos de la vida. Pues bien; a pesar de sus inocentes apariencias, el Lampyris es carnicero, cazador que ejerce su oficio con rara perversidad. Su víctima reglamentaria es el caracol.
Este detalle lo conocen los entomólogos de mucho tiempo acá. Lo que éstos no saben también, mejor dicho, lo que todavía ignoran enteramente, y así me parece por lo que he leído, es el método singular de ataque, del que no conozco ejemplo en ningún otro animal.
Antes de cebarse en su víctima, antes de comérsela, el gusano de luz la anestesia, la cloroformiza, emulando en esto a nuestra maravillosa cirugía, que hace al paciente insensible al dolor antes de operarlo. La caza habitual es un caracol de mediano volumen, que apenas tiene el de una cereza. Tal es un caracol (Helix variabilis, Drap.) que en verano, en los bordes de los caminos, se juntan en racimos en las calas de las gramíneas robustas y otros tallos largos y secos; y allí permanece meditando profundamente, inmóvil, mientras duran los tórridos calores estivales. En esta estación se me han ofrecido muchas ocasiones de sorprender al Lampyris devorando a la víctima que acababa de inmovilizar en el tembloroso apoyo, por medio de su táctica quirúrgica.
Pero también frecuenta otras reservas de víveres. Por ejemplo, las orillas de las caceras de riego, en terreno fresco, de vegetación varia, lugar de delicia para el molusco. Entonces trabaja a su víctima en el suelo. En estas condiciones me es más fácil criarlo en domesticidad y seguir en sus nimios pormenores la maniobra del operador. Tratemos de que el lector asista al extraño espectáculo.
En un ancho brocal, provisto de un poco de hierba, instalo algunos Lampyris y una provisión de caracoles de tamaño conveniente, ni demasiado grandes ni demasiado pequeños. Entre ellos domina la Helix variabilis. Tengamos paciencia y esperemos. Sobre todo, vigilemos asiduamente, porque los acontecimientos deseados sobrevienen de improviso y son de corta duración.
Ya lo tenemos. El gusano de luz explora un poco la pieza, de ordinario metida enteramente en la concha, menos el rodete del manto, que sobresale un poco. Entonces se abre la herramienta del cazador, herramienta muy sencilla, pero que exige el concurso de la lente para reconocerla bien. Está compuesta de dos mandíbulas muy encorvadas en forma de garfio, muy aceradas y menudas, como la punta de un pelo. El microscopio revela en toda la longitud un fino canalículo. Y eso es todo.
El insecto golpea con su instrumento el manto del molusco en diferentes sitios. Es tal la suavidad de estos golpes que más parecen besos inocentes que mordiscos. Cuando de jóvenes nos cambiábamos bromas los amigos, llamábamos pichenettes (papirotazos) a las ligeras presiones con la punta de los dedos, simple cosquilleo más que seria agresión. Sirvámonos de esta palabra, puesto que en la conversación con la bestezuela el lenguaje nada pierde porque sea infantil. Es la verdadera manera de entenderse entre gentes sencillas.
El Lampyris dosifica sus papirotazos; los distribuye metódicamente, sin prisa, con breve descanso, después de cada uno de ellos, como si el insecto quisiera darse cuenta cada vez del efecto producido. Su número no es considerable; media docena a lo sumo para domar la presa e inmovilizarla enteramente. Es probable que aún dé otros golpes con los garfios mientras está consumiendo a la víctima; pero no puedo precisarlo, porque se me escapa la continuación del trabajo. Pero los primeros, siempre en corto número, bastan para provocar la inercia e insensibilidad del molusco, tan pronto es – yo diría casi fulminante – el método del Lampyris, que sin duda inocula cierto virus por medio de sus garfios acanalados. Las pruebas de la súbita eficacia de las picaduras, tan benignas al parecer, son éstas:
Le quito al Lampyris el caracol que acaba de operar en el rodete del manto cuatro o cinco veces. Con una aguja muy fina pincho en las partes que el animal, contraído en su concha, deja aún al descubierto. Ningún estremecimiento de las carnes heridas, ninguna reacción contra los pinchazos de la aguja. Un verdadero cadáver no estaría más inerte.
He aquí una prueba mejor. La suerte me ofrece a veces caracoles asaltados por el Lampyris mientras caminan, el pie reptando suavemente y con los tentáculos túrgidos en la plenitud de su extensión. Algunos movimientos desarreglados denuncian breve emoción del molusco: después todo se detiene, el pie no repta ya, la delantera pierde su graciosa curvatura de cuello de cisne, los tentáculos se ponen fláccidos, penden postrados bajo su peso, doblados como un palo roto. Tal estado es persistente.
¿Está realmente muerto el caracol? En manera alguna, puesto que me es fácil resucitar al aparente difunto. Al cabo de dos o tres días de este singular estado, que ya no es la vida ni tampoco es la muerte, aíslo al paciente, y aunque esto no sea muy necesario para el resultado, le favorezco una ablución, que representará el aguacero tan agradable al molusco válido.
En un par de días, poco más o menos, mi secuestrado, tan lastimosamente tratado por las perfidias del Lampyris, recupera su estado normal. Resucita en cierto modo, vuelve a adquirir movimiento y sensibilidad. Le impresiona el estimulante de la aguja; se traslada, repta y exhibe los tentáculos como si nada insólito le hubiera ocurrido. El entumecimiento general, especie de profunda embriaguez, se ha disipado enteramente. El presunto muerto vuelve a la vida. ¿Con qué nombre llamaremos a semejante manera de estar, que suprime temporalmente la aptitud para el movimiento y el dolor? No veo más que uno que convenga aproximadamente: el de anestesia.
Por las proezas por multitud de himenópteros cuyas larvas carniceras tiene por provisión una víctima inmóvil, pero no muerta, conocemos el arte sutil del insecto paralizador, que adormece con su veneno los centros nerviosos locomotores. Pues aquí tenemos ahora una humilde bestezuela que practica previamente la anestesia de su paciente. La ciencia humana no ha inventado este arte, maravillad e la cirugía actual. Mucho antes, en la remota lejanía de los siglos, el Lampyris y otros lo conocían también. La ciencia del animal se ha anticipado en mucho a la nuestra; lo único que ha cambiado es el método. Nuestros operadores proceden por inhalación de vapores de éter o de cloroformo; el insecto procede por inoculación de un virus especial que sale de los garfios mandibulares en dosis infinitesimales. ¿No sería posible sacar partido algún día de esta indicación? ¡Qué soberbios hallazgos nos reservaría el provenir si conociésemos mejor los secretos de los pequeños animalitos!
Volvamos ahora al Lampyris. Si el caracol está en el suelo, reptando o contraído, el ataque nunca ofrece dificultad. La concha está desprovista del opérculo y deja al descubierto gran parte de la delantera del recluso. En este sitio, esto es, en los bordes del manto, apretados por el temor del peligro, es donde el molusco es vulnerable, sin defensa posible. Pero a veces ocurre también que el caracol está en un lugar alto, adherido a la caña de una gramínea, o bien en la superficie lisa de una piedra. Este apoyo le sirve de opérculo transitorio; con ello evita la agresión de todo malintencionado que intentara molestar al habitante de la concha, pero a condición expresa de que en parte alguna haya fisura abierta en el circuito de recinto. Pero si, como es frecuente – a causa de la adaptación incompleta de la concha al soporte -, está descubierto un punto cualquiera por pequeño que sea, ello es suficiente para la sutil herramienta del Lampyris, que mordisquea un poco al molusco y lo sumerge al instante en profunda inmovilidad, favorable a las tranquilas maniobras del consumidor.
Tales maniobras son, en efecto, de extrema discreción. Es necesario que el asaltante trabaje a su víctima con suavidad, sin provocar contracciones que despegarían al caracol de su apoyo, y por lo menos le harían caer del alto tallo, en el que beatíficamente dormita. Ahora bien: caza caída al suelo sería aparentemente objeto perdido, porque el gusano de luz no es muy celoso en exploraciones cinegéticas; aprovecha los hallazgos que la buena fortuna le presenta, sin dedicarse a rebuscas asiduas. Así, pues, en el momento del ataque conviene turbar lo menos posible el equilibrio de una pieza izada en las alturas de un tallo y apenas mantenida por huellas de liga; es necesario que el agresor trabaje con extrema circunspección, sin causar dolor, a fin de que las reacciones musculares no provoquen la caída y comprometan la toma de posesión. Y ya se ve: una anestesia repentina y profunda es método excelente para que el Lampyris consiga su objeto, que es el de consumir su víctima con perfecta tranquilidad.
¿De qué modo la consume? ¿Come en realidad; es decir, divide en migas, corta en minúsculas partículas, molidas después con un aparato masticador? Me parece que no. Nunca veo restos de alimento sólido en la boca de mis cautivos. El Lampyris no come, en la estricta significación de la palabra, sino que sorbe; se nutre de una papilla clara, en que transforma a su víctima por un método que recuerda el de la larva carnicera del díptero. Lo mismo que ésta, el Lampyris sabe también digerir antes de consumir, fluidificar su presa antes de alimentarse con ella. He aquí cómo ocurren estas cosas:
Un caracol acaba de ser anestesiado por el Lampyris. El operador está casi siempre solo, aunque la pieza sea de gran tamaño, como el caracol vulgar (Heliz espersa). Pero pronto acuden convidados dos, tres o más, y sin armar camorra al verdadero propietario, todos intervienen en el festín. Dejémosles que trabajen un par de días, y entonces demos vuelta a la concha, poniendo el orificio hacia abajo. El contenido se escapa tan fácilmente como lo haría el caldo de un puchero volcado. Cuando los consumidores se retiran, ya hartos de aquel manjar, tan sólo quedan residuos insignificantes.
La cosa es evidente; mediante la repetición de finos mordiscos, semejantes a los papirotazos que vimos distribuir al principio, la carne del molusco se convierte en papilla de la que se alimentan indistintamente los diversos convidados, trabajando cada uno el caldo por medio de alguna pepsina especial y tomando cada cual sus sorbos. A causa de este método, que de antemano convierte el alimento en fluido, la boca del Lampyris debe de estar débilmente armada; aparte de los dos garfios que pinchan al paciente, le inoculan el virus anestésico y, probablemente, también el humor capaz de fluificar las carnes. Parece ser que estas dos herramientas, explorables solamente con una lente, deben tener otro oficio. Son huecos y comparables a los de la hormiga león, que chupa y consume su víctima sin necesidad de desmembrarla; con la profunda diferencia de que esta última deja copiosos relieves, arrojados después fuera de la trampa en forma de embudo abierto en la arena, mientas el Lampyris, experto licuador, no deja nada o deja poca cosa. Con un instrumental análogo, la una chupa sencillamente la sangre de su víctima, y el otro utiliza enteramente su presa a favor de una licuación previa.
Y esto lo hace con exquisita precisión, aunque el equilibrio sea a veces inestables. Mis bocales de crianza me ofrecen soberbios ejemplos de ello. Reptando por el vidrio, los caracoles cautivos de mis aparatos llegan frecuentemente a lo alto del recinto, cerrado por un cristal, y allí se fijan por medio del humor que exudan, pero en cantidad tan pequeña, que el menor choque basta para desprender la concha y hacerla caer al fondo del tarro.
Pues bien; no es raro que el Lampyris se ice también a lo alto, a favor de cierto órgano de ascensión que suple la debilidad de las patas. Escoge su pieza, la inspecciona minuciosamente, la mordisca un poco, la insensibiliza y, sin más dilación, procede a los preparativos de la papilla que ha de consumir durante días enteros.
Cuando el consumidor se retira, la concha se encuentra enteramente vacía, y, sin embargo, esta concha, antes fija al vidrio por una adherencia muy delicada, no se ha desprendido, ni siquiera se ha movido un ápice; sin protesta del recluso, convertido poco a poco en caldo, se ha agotado desde el punto mismo en que se dio el primer ataque. Estos pormenores nos demuestran la rapidez con que obra la mordedura anestésica; nos enseñan la destreza con que el gusano de luz explota su caracol sin hacerle caer de un apoyo tan escurridizo y vertical, y aun sin moverlo en una línea de adherencia tan débil.
En semejantes condiciones de equilibrio es evidente que no pueden ser bastantes las patas del operador, breves y torpes; es necesario, además, un aparato especial a prueba de resbalones y que agarre lo inagarrable. El Lampyris lo posee, en efecto. En el extremo posterior del insecto se ve un punto blanco, que la lente lo resuelve en una docena, poco más o menos, de breves apéndices carnosos, unas veces reunidos en grupos y otras extendidos en roseta. Tal es el órgano de adherencia y de locomoción. Si el Lampyris quiere fijarse en alguna parte, aun en una superficie muy lisa – por ejemplo, la caña de una gramínea – , abre su roseta y la extiende enteramente sobre el apoyo, en el cual se adhiere por su propia viscosidad. El mismo órgano ayuda a la marcha levantándose y bajándose, abriéndose y cerrándose. En suma, el Lampyris es un inválido de nuevo género; se pone en el trasero una linda rosa blanca, especie de mano de 12 dedos inarticulados y movibles en todos los sentidos, dedos tubulares que no agarran, sino que pegan.
El mismo órgano tiene otro uso: el de esponja y pincel para el aseo. En un momento de descanso, después de la comida, el Lampyris se pasa y repasa dicho pincel por la cabeza, la espalda, los costados y el cuarto trasero, maniobra fácilmente permitida por la flexibilidad de su espinazo. Y esto lo hace punto por punto de un extremo al otro del cuerpo, con minuciosa insistencia, lo que confirma el alto interés que el insecto pone en tal operación. ¿Con qué objeto se esponja de tal manera, se lustra y se sacude el polvo con tanto esmero? Al parecer, se trata de barrer algunos átomos de polvo, o bien algunas huellas de mucosidad que ha dejado el trato con el caracol. Un poco de limpieza no está de más al salir de la cuba en que se ha trabajado el molusco.
Si el Lampyris no tuviera más talento que el de saber anestesiar a su víctima por medio de algunos papirotazos semejantes a besos, no le conocería el vulgo; pero también sabe encender su fanal; reluce, y esta condición es excelente para adquirir renombre, Consideremos en particular la hembra, que, aun guardando la forma larvar, llega a ser núbil y brilla más y mejor durante los fuertes calores del verano.
El aparato luminoso ocupa los tres últimos segmentos del abdomen. En los dos primeros hay de parte a parte, en la cara ventral, una ancha faja que cubre casi la totalidad del caracol; en el tercero se reduce mucho la parte luminosa, que consiste sencillamente en dos medianas lúnulas, o mejor, dos puntos que se transparentan en el dorso y son visibles lo mismo por encima que por debajo del animal. Fajas y puntas emiten una soberbia luz blanca suavemente azulada.
La luminaria general del Lampyris comprende dos grupos: por una parte las anchas fajas de los dos segmentos que preceden al último, y por otra parte los dos puntos de este último segmento. Las dos fajas, patrimonio exclusivo de la hembra núbil, son las partes más ricas en iluminación; la futura madre, para festejar sus bodas, se engalana con sus más ricos atavíos, enciende sus dos espléndidos cinturones. Pero al principio, inmediatamente después del nacimiento, solamente tenía el pabilo de atrás. Esta floración de luz representa aquí la habitual metamorfosis que termina la evolución dando al insecto alas y vuelo. Cuando ella resplandece es indicio de próximo apareo. No tendrá alas ni vuelo; la hembra conserva su humilde configuración larvar, pero enciende los esplendores de su faro.
El macho, en cambio, se transforma enteramente, cambia de forma, adquiere alas y élitros; no obstante, lo mismo que la hembra, cuando sale del huevo posee el débil farolillo del segmento terminal. Esta iluminación posterior, independiente del sexo y de la estación, caracteriza la larva entera del Lampyris. Aparece en la larva al nacer y persiste toda la vida sin modificación. No olvidemos añadir que es visible en la cara dorsal lo mismo que en la cara ventral, en tanto que las dos fajas propias de la hembra relucen únicamente debajo del vientre.
Por mi parte, consulto la anatomía respecto a la estructura de los órganos luminosos – en cuanto me lo permiten la poca seguridad de mano y lo que me queda de la buena vista de otros tiempos -. Con un jirón de epidermis consigo separar con bastante limpieza la mitad de una faja luminosa y someto mi preparación al microscopio. Sobre la epidermis se extiende una especie de enlucido blanco, formado de una sustancia finamente granulosa. Tal es, seguramente, la materia fotogénica. Mis ojos, tan fatigados, no pueden escudriñar más esta capa blanca. Muy cerquita de ella se ve una tráquea singular, cuyo tronco, breve y de notable amplitud, se ramifica bruscamente en una especie de matorral, espeso y de ramas muy finas, que reptan por el manto fotogénico y aun se hunden en él. Esto es todo lo que he podido ver.
Luego el aparato luminoso está bajo la dependencia del aparato respiratorio, y el trabajo producido es una exudación. La capa blanca suministra la materia oxidable; la tráquea, desplegada en ramificaciones, distribuye por ellas la afluencia de aire. Queda por saber de qué naturaleza es la substancia de esta capa
En primer lugar se pensó en el fósforo, tal como lo entiende la química. Calcinaron el Lampyris y lo trataron por las brutales reacciones que ponen al descubierto los cuerpos simples. Pero, que yo sepa, por este camino nadie obtuvo respuesta satisfactoria. El fósforo está aquí fuera de lugar, a pesar de la denominación de fosforescencia que a veces se da al resplandor del gusano de luz. La respuesta está en otra parte, no se sabe dónde.
Mejor informados estamos en otra cosa. ¿Dispone el Lampyris a su placer de la emisión luminosa? ¿Puede activarla a voluntad, disimularla y apagarla? ¿Y cómo lo hace? ¿Posee una pantalla opaca, que se corre por el foco luminoso y lo vela más o menos? ¿Deja siempre este foco al descubierto? Semejante mecanismo es inútil, porque el insecto posee algo mejor para su faro de eclipses.
Si la tráquea que sirve a la capa fotogénica aumenta la afluencia de aire, la luminosidad aumenta; la misma tráquea, gobernada por la voluntad del animal, disminuye la aireación o la suspende, y entonces se debilita la luminosidad o se extingue. El mecanismo es, en suma, el de una lámpara cuyo brillo está regulado por la llegada de aire a la mecha.
Una emoción puede provocar el funcionamiento de la tráquea que está al servicio de la luz. Y aquí hay que distinguir dos casos, según se trate de las magníficas fajas, adorno exclusivo de la hembra núbil, o bien de la modesta lamparilla que los dos sexos encienden en todas las edades en el último segmento. En este último caso, la extinción por una emoción es súbita y completa, o poco menos. En mis cazas nocturnas de Lampyris jóvenes, que tienen unos cinco milímetros de longitud, veo muy bien la linternita reluciendo en las briznas del césped; pero por poco que un falso movimiento haga oscilar algún ramito vecino, el resplandor se apaga al instante y el animalito deja de ser visible. En las hembras mayores, alumbradas por su faja nupcial, aun la emoción más violenta no produce efecto alguno, o éste es muy pequeño.
Al lado de la campana de tela metálica, donde crío al aire libre mi colección de hembras, disparo con una escopeta. La explosión no produce resultado alguno. La iluminación continúa viva y tranquila como antes. Con un pulverizador hago llover fino rocío de agua fría sobre el hato de insectos, Ninguno se apaga; a lo sumo se observa breve vacilación en el brillo. Lanzo a la campana una bocanada de humo de mi pipa. La vacilación es más fuerte esta vez; hasta se advierten extinciones, pero de corta duración. Pronto se restablece la calma, y la iluminación es tan viva como siempre. Cojo entre los dedos algunas cautivas, las vuelvo y revuelvo y aun las inquieto un poco; la luz continúa, no debilitada si no aprieto mucho con el pulgar. En este período del próximo apareo, el insecto está en toda la fogosidad de su esplendor, y se requiere motivo muy grave para apagar enteramente sus fanales.
Consideradas bien las cosas, es indudable que el Lampyris gobierna por sí mismo su aparato luminoso, apagándolo y volviendo a encenderlo a su voluntad; pero hay un punto en que la intervención voluntaria del insecto es de efecto nulo. Desprendo un jirón de epidermis en que se encuentra extendida una de las capas fotogénicas, y lo introduzco en un tubo de vidrio tapado con una bolita de algodón en rama húmedo, a fin de evitar una evaporación demasiado rápida. Pues bien; aquel despojo del cadáver reluce bonitamente, aunque no con el mismo brillo que sobre lo vivo.
Así, pues, el concurso de la vida es ahora inútil. La materia oxidable, la capa fotogénica está en relación directa con el aire ambiente; la afluencia de oxígeno por la vía de una tráquea no es necesaria, y la emisión luminosa se produce como la del verdadero fósforo de la química al contacto del aire. Añadamos que en agua aireada persiste la luminosidad tan brillante como al aire libre; pero se apaga en agua privada del aire por la ebullición. No es posible encontrar mejor prueba de lo que he dicho, esto es, que la luz del Lampyris es efecto de una oxidación lenta.
Esta luz es blanca, tranquila y suave a la vista, y da idea de una chispa caída de la luna llena. A pesar de su vivo brillo, su poder luminoso es muy pequeño. Paseando un Lampyris por una línea impresa, si la obscuridad es profunda pueden descifrarse las letras una a una y aun palabras enteras no muy largas; pero nada es visible fuera de una estrecha zona. Semejante linterna acaba pronto la paciencia del lector.
Supongamos un grupo de Lampyris tan próximos que casi se toquen. Cada uno de ellos emite un resplandor que, al parecer, debería alumbrar a los próximos por reflexión y procurarnos la visión clara de los diversos individuos. Pues no es así. El concierto luminoso es un caos en que a corta distancia la mirada no puede distinguir forma alguna determinada. El conjunto del alumbrado confunde en un todo a los alumbradores.
La fotografía da una prueba sorprendente. Dentro de una campana de tela metálica tengo al aire libre veinte hembras en la plenitud de su brillo. Una matita de tomillo forma una especie de bosque en el centro del establecimiento. En cuanto llega la noche mis cautivas suben a este mirador y hacen valer a más y mejor sus atavíos luminosos en todos los sentidos del horizonte. A lo largo de las ramitas se forman racimos maravillosos, de los que esperaba magníficos efectos en la placa y en el papel fotográfico. Mi esperanza fracasó. Tan sólo obtuve manchas blancas, informes, en unos sitios más densos, en otros menos, según la población del grupo. Pero de los gusanos de luz, ni la menor efigie; tampoco el menor rastro de la mata de tomillo. Por falta de alumbrado conveniente, la magnífica rueda de fuegos artificiales se transforma en confusa mancha blanca sobre fondo negro.
Los faros de los Lampyris hembras son evidentemente llamamientos nupciales, invitando al apareamiento; pero notemos que se encienden en la cara inferior del vientre y miran al suelo, mientras los llamados, los machos, de vuelo caprichoso, viajan por encima, en los aires, a veces a gran distancia. Con esta disposición normal el cebo luminoso se encuentra oculto a los ojos de los interesados, puesto que el espesor opaco de la núbil lo recubre. En el dorso, y no en el vientre, es donde debería relucir la linterna; si no, la luz queda oculta.
Semejante anomalía se corrige ingeniosamente, pues no hay hembra que no tenga sus malicias de coquetería. Cuando cierra la noche, mis cautivas en la campana suben al manojo de tomillo, con el que he amueblado la prisión, y llegan hasta las cumbres de las ramas más altas, las que se ven mejor. Y allí, en lugar de estarse quietas, como lo estaban antes al pie de la maleza, se entregan a ejercicios vehementes, contorsionan la punta del vientre, que es muy flexible; lo vuelven a un lado y a otro, en todas direcciones, con movimientos bruscos. De esta manera el fanal provocador no puede dejar de relucir un momento u otro a la vista del macho que se encuentra en expedición amorosa, y pasa por aquellas cercanías, ya por suelo o ya por los aires.
Tal juego es parecido al del espejuelo giratorio que se usa para cazar alondras. Si la maquinita estuviese inmóvil, el pájaro la miraría con indiferencia; pero girando y fragmentando su luz en rápidos resplandores, la alondra se apasiona por ella.
Si la hembra de la luciérnaga emplea astucias para llamar pretendientes, éstos, por su parte, están provistos de un aparato óptico capaz de percibir de lejos el menor reflejo del fanal provocador. El coselete se dilata en forma de escudo y sobresale ampliamente por encima de la cabeza a manera de visera o de pantalla, cuyo oficio es, al parecer, limitar el campo de visión para concentrar la mirada en el punto luminoso que debe distinguir. Bajo esta bóveda están los dos ojos, relativamente enormes, muy convexos, en forma de casquete esférico y tan juntos que apenas dejan entre sí una estrecha ranura para la inserción de las antenas. Estos ojos, que parecen uno solo, ocupando casi toda la cara del insecto y retirados en el fondo de la caverna formada por la amplia pantalla de coselete, constituyen un verdadero ojo de cíclope.
En el momento del apareamiento la iluminación se debilita mucho, casi se apaga; tan sólo queda en actividad el humilde farolillo del último segmento, La discreta lamparilla basta para la boda, mientras en las cercanías la multitud de bestezuelas nocturnas, ocupadas en sus asuntos, susurran el epitalamio universal. Inmediatamente viene la postura. Los huevos, redondos y blancos, quedan depositados, o, mejor dicho, sembrados, sin el menor cuidado maternal, en el suelo ligeramente húmedo, o en una brizna de césped.
Estos brillantes insectos desconocer enteramente las ternuras familiares.
Cosa singular: los huevos del Lampyris son luminosos aun estando incluidos en los ijares de la madre. Si por inadvertencia me ocurre que aplasto una hembra hinchada de gérmenes ya maduros, por mis dedos se esparce un reguero luminoso, como si hubiese roto algún frasco lleno de humor fosfórico. La lente me demuestra que me he equivocado. La luminosidad es debida al racimo de huevos violentamente expulsados del ovario. Por lo demás, cuando la postura está próxima, la fosforescencia ovárica se manifiesta ya sin grosera obstetricia. A través de los segmentos del vientre aparece suave y opalescente luminosidad.
La salida de las larvas sigue de cerca a la postura. Estas, sea cual fuere su sexo, tienen dos pabilos en el último segmento. Cuando se acercan los fríos rigurosos se hunden en el suelo, pero a poca profundidad. En mis bocales de crianza, guarnecidos de tierra fina y muy deleznable, se hunden tres o cuatro pulgadas a lo sumo. En lo más fuerte del invierno saco algunas, y siempre las encuentro con débil pabilo de atrás. En abril suben a la superficie para proseguir y acabar su evolución.
La vida del Lampyris desde el principio hasta el fin es una orgía de luz. Los huevos son luminosos; las larvas igualmente. Las hembras adultas son magníficos faros; los machos adultos guardan la lamparilla que poseían siendo larvas. Se comprende el oficio del faro femenino; ,as ¿para qué sirve todo el resto de esta pirotecnia? Lo ignoro, y siento mucho no saberlo. Esto es y será por mucho tiempo, y acaso por siempre, el secreto de la física de los animales, más sabia que la física de nuestros libros.
Versión en francés:
http://www.e-fabre.com/e-texts/souvenirs_entomologiques/ver_luisant.htm
Sobre Fabre: http://www.e-fabre.com/index.htm
Bibliografía de J H Fabre en español: